Nuevos estudios confirman que la salud mental del padre influye en la crianza y puede alterar el desarrollo del niño.

La Agencia de Noticias Científicas de la Universidad Nacional de Quilmes accedió a un nuevo estudio publicado en la Revista Americana de Enfermedades de los Niños, (JAMA, por su sigla en inglés), que rompe ese silencio con una evidencia difícil de ignorar: los padres también pueden sufrir trastornos mentales durante el embarazo y el posparto. Y ese sufrimiento no es un asunto menor. Afecta directamente el desarrollo del bebé. Cambia su forma de dormir, su capacidad de alimentarse, de comunicarse, de estar en el mundo.
La investigación fue liderada por un equipo del Hospital Infantil Ann & Robert H. Lurie de Chicago, en colaboración con la Universidad Deakin de Australia. Se trata de una revisión sistemática de estudios publicados en los últimos veinte años sobre la salud mental de padres primerizos. A partir del análisis de más de cuarenta trabajos científicos realizados en distintos países, los investigadores lograron reunir una imagen clara —y preocupante— del fenómeno: al menos uno de cada siete padres experimenta síntomas de depresión en el periodo perinatal. Es decir, durante el embarazo de su pareja o en los meses posteriores al nacimiento del hijo. La cifra es similar a la registrada entre las mujeres, aunque con una diferencia que lo complica todo: los hombres tienden a ocultar o minimizar sus síntomas. No es que sufran menos. Es que no saben —o no se les permite— decir que están sufriendo.
El trabajo demuestra que la depresión, la ansiedad y el estrés paternos no son asuntos privados. No son debilidades individuales ni cuestiones menores. Son factores que modifican —para bien o para mal— la experiencia de crianza y el desarrollo infantil. Los bebés que nacen en contextos donde los padres atraviesan un malestar emocional no detectado ni tratado tienen más dificultades para establecer patrones de sueño saludables. También reciben menos apoyo en la lactancia, ya que la implicación del padre en este proceso, aunque parezca secundaria, puede ser determinante. Incluso se han detectado efectos sobre el desarrollo cognitivo, emocional y lingüístico del niño o la niña en sus primeros años.
Cuidar al que cuida
Lejos de una mirada alarmista, los autores insisten en una perspectiva de oportunidad: si el malestar mental paterno es un factor de riesgo modificable, entonces puede prevenirse, tratarse y abordarse de manera eficaz. Pero para eso, primero hay que reconocerlo.
En Estados Unidos, desde 2010, se evalúa de forma sistemática a las madres para detectar depresión posparto. No existe, sin embargo, ningún protocolo similar para los padres. Esa omisión, dicen los investigadores, puede estar hipotecando el bienestar de muchas familias. Por eso impulsan una serie de cambios en el abordaje de la salud perinatal: no sólo incluir a los padres en las consultas médicas, sino también ofrecerles herramientas para comprender lo que sienten, normalizar emociones como la tristeza, el miedo o la ansiedad, y aprender a detectar señales de alarma en ellos mismos o en sus parejas.
Como parte de esa estrategia, un equipo del mismo hospital en Chicago desarrolló PRAMS for Dads, un sistema de monitoreo pionero en salud pública que ya funciona en varios estados norteamericanos. Se trata de un cuestionario diseñado especialmente para padres primerizos, que permite recolectar información sobre su salud emocional, sus hábitos, sus miedos y necesidades. El objetivo es generar datos que sirvan para diseñar políticas públicas más equitativas, eficaces y sensibles al contexto emocional en que nacen los hijos.
Según explican los investigadores, la implicación del padre en los primeros meses de vida del bebé no es un lujo afectivo: es una variable central en la construcción del apego, la seguridad y la estimulación temprana. Un padre presente, disponible y emocionalmente saludable es un factor protector para el desarrollo infantil. Y lo inverso también es cierto: cuando el padre no está bien, todo el ecosistema familiar se resiente.
Con todo, el problema no es que los padres sientan. El problema es que no se les da espacio para hacerlo. La ciencia ya encendió la alarma. Ahora, lo urgente es que la cultura la escuche.