
Sin embargo, un estudio reciente acaba de instalar una duda que incomoda. ¿Qué pasa con lo que ese acto cotidiano deja en el cuerpo? ¿Qué efectos, imperceptibles al principio, podrían tener los insecticidas sobre algo tan valioso —y frágil— como la memoria?
La Agencia de Noticias Científicas de la Universidad Nacional de Quilmes accedió a la investigación publicada en Frontiers in Public Health, realizada por un equipo de la Universidad de Medicina Tradicional China, en Guangzhou. El trabajó se basó en datos de 1.544 adultos mayores recolectados entre 2011 y 2014 por la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición de los Estados Unidos (NHANES). La pregunta de fondo era clara: ¿puede la exposición a insecticidas —esos mismos que se usan en la cocina o el jardín— estar deteriorando silenciosamente la función cognitiva en personas mayores?
Lo cotidiano bajo la lupa
A diferencia de investigaciones anteriores, este estudio no se apoyó únicamente en relatos. Además de encuestas, se realizaron análisis bioquímicos. Las muestras de orina recolectadas permitieron detectar la presencia de metabolitos, es decir, las huellas químicas que los pesticidas dejan tras ser procesados por el cuerpo. Uno de los compuestos identificados fue el Trans-DCCA, un subproducto típico de los insecticidas piretroides, ampliamente utilizados en productos domésticos por su eficacia y supuesta baja toxicidad.
Para evaluar el estado cognitivo, se recurrió a una serie de pruebas estandarizadas. Una de ellas fue la prueba de aprendizaje de palabras CERAD-WL, que evalúa la memoria inmediata a partir de la repetición de listas de palabras. Luego, a través de la prueba de memoria diferida, se mide cuánto se recuerda después de un intervalo de tiempo. También se incluyó una prueba de denominación de animales, donde los participantes debían nombrar la mayor cantidad posible en un minuto, una herramienta clásica para medir fluidez verbal y agilidad mental. Por último, se aplicó la prueba de sustitución de símbolos digitales, que evalúa la rapidez y precisión con la que una persona puede asociar números y símbolos, una forma efectiva de detectar alteraciones en la velocidad de procesamiento y la atención.
Los resultados
En un primer análisis, los investigadores encontraron que quienes presentaban mayores niveles de ciertos metabolitos asociados a insecticidas rendían peor en las pruebas cognitivas, especialmente en aquellas relacionadas con el aprendizaje verbal y la memoria. Es decir, el deterioro no era extremo, pero sí consistente. Y cuando se trata de salud cerebral en la vejez, eso ya es una señal.
Sin embargo, al ajustar los resultados por otros factores —nivel educativo, ingresos, enfermedades preexistentes, consumo de alcohol, obesidad, hipertensión— las asociaciones se atenuaron. El dato se vuelve más prudente: no hay pruebas concluyentes de que los insecticidas causen deterioro cognitivo, pero sí evidencia suficiente como para sospechar de una relación que merece ser investigada a fondo.
Lo inquietante del hallazgo es su cercanía. No se trata de una sustancia rara ni de un químico industrial de laboratorio. Es el aerosol que se guarda bajo la pileta, el que se compra en la góndola del súper junto con los productos de limpieza. Está en los hogares, en los placares, en las mochilas que se llevan de vacaciones. Mientras se lucha contra las plagas visibles, tal vez se esté instalando una más silenciosa: una niebla mental que llega de a poco, que no avisa, y que —como tantas cosas del deterioro cognitivo— suele confundirse con el paso del tiempo.
La ciencia no dijo su última palabra. Faltan estudios longitudinales, mejores mediciones, más seguimiento. Pero este primer llamado de atención ya obliga a pensar: ¿cuántas veces más se va a rociar sin pensar? ¿Cuántas veces más se va a limpiar la cocina sin saber qué queda flotando en el aire?
En un mundo que envejece, donde cada año crecen los diagnósticos de demencia y Alzheimer, los factores ambientales cobran protagonismo. La prevención no se juega sólo en laboratorios o quirófanos, sino también en los hábitos cotidianos, los productos de limpieza y los gestos automáticos que nunca se cuestionan. Con todo, tal vez el enemigo no esté en la memoria que falla, sino en el veneno que nunca se ve. Como dice el viejo refrán: el diablo está en los detalles. Y en este caso, podría estar en un aerosol con olor a limón.