Desde octubre de 2023, más de 54 mil personas fueron asesinadas en la Franja. En este artículo, Gustavo Demartín cuenta cómo la humanidad aprendió a “convivir con la barbarie como si fuera un hecho natural”.

Créditos: France 24.
“Escribir un poema después de Auschwitz es una barbarie” (Nach Auschwitz ein Gedicht zu schreiben, ist barbarisch) sostuvo Theodor Adorno en 1951, y no sólo expresó la magnitud del trauma histórico del Holocausto, sino que denunció el colapso de la cultura occidental como respuesta ética ante el sufrimiento extremo. Pero se equivocó parcialmente cuando décadas más tarde, Charly García ante la brutalidad de la evidencia de los crímenes de la dictadura militar y de los pretendidos silencios corporativos de la sociedad cómplice, sospechaba que “están pasando demasiadas cosas raras para que todo pueda seguir siendo tan normal”. Ambos, desde registros distintos, expusieron la misma herida. La herida abierta de la bancarrota moral de una civilización que aprende a convivir con lo intolerable.
Hoy, Gaza encarna esa herida. No es una anomalía del sistema global, sino su síntoma más brutal. Desde octubre de 2023, más de 54.470 personas han sido asesinadas en la Franja de Gaza, y se calcula que hay más de 10 mil desaparecidos, según datos de organismos internacionales como OCHA y el Ministerio de Salud de Gaza. En paralelo, más de 400 civiles han muerto en ataques a centros de distribución de alimentos, tan solo desde la reanudación parcial de la ayuda humanitaria el 27 de mayo de 2025.
La ONU y organizaciones como Human Rights Watch han denunciado reiteradamente el uso del hambre como arma de guerra y el castigo colectivo como una violación flagrante del Derecho Internacional Humanitario, en particular de los Convenios de Ginebra.
Un espejo incómodo
Gaza, sin embargo, no es solamente una catástrofe humanitaria. Es el espejo en el que se refleja la decadencia del humanismo occidental. Es la verdad indecible del proyecto moderno, su reverso obsceno. Allí se concentra el fracaso de la Ilustración, la impotencia y/o complicidad de las instituciones internacionales, y, sobre todo, la impávida naturalidad con la que Occidente contempla el horror.
¿No es Gaza, hoy, nuestra verdadera prueba de Rorschach ideológica? De manera tal que la forma en que respondemos o no, revela nuestra posición ética. El liberal que clama por “ambos lados”, el tecnócrata humanitario que transforma cadáveres en métricas, o el espectador digital que tuitea su angustia entre compras por Amazon, todos comparten la misma estructura de disociación. Acaso la gestión emocional del horror sin compromiso político.
Adorno y Horkheimer, en Dialéctica de la Ilustración (1947), advirtieron sobre los peligros de la razón instrumental, aquella que bajo la promesa de progreso convierte a los seres humanos en medios, no en fines. Gaza es su confirmación histórica y su evolución. Una sociedad tecnológicamente avanzada que perfecciona su maquinaria de muerte con drones, sistemas de vigilancia, algoritmos de censura y lenguaje burocrático. Y la tecnología, lejos de emancipar, administra el sufrimiento con eficacia quirúrgica.
La guerra ya no necesita justificar su violencia porque la neutraliza en tiempo real, la convierte en espectáculo o en contenido desechable. Tal como Slavoj Žižek ha sostenido en textos como Bienvenidos al desierto de lo real (2002), la ideología contemporánea no se impone a través de la represión, sino del goce deleuziano, que permite disfrutar del horror, siempre que esté a una distancia segura. Gaza se convierte así en una zona de goce obsceno, donde el espectador occidental preserva su superioridad moral mientras mantiene intacto su confort.
La respuesta institucional ha sido, en el mejor de los casos, insuficiente. La Organización de las Naciones Unidas, fundada en 1948 como proyecto político global para prevenir nuevas atrocidades tras el Holocausto, ha demostrado una incapacidad estructural para intervenir eficazmente. Su parálisis no es debilidad ocasional: es el resultado lógico de un aparato que ha perdido toda autoridad ética. Hoy, más que una institución, la ONU es un archivo ceremonial del fracaso humanitario global.
Adorno ya lo advertía en sus escritos sobre la industria cultural que la repetición banaliza, el exceso de imágenes anestesia, la estetización del sufrimiento bloquea la acción. Y así, la cultura de masas, deviene industria del espectáculo. En la que Gaza no sólo se invisibiliza, sino que, en un acto extremadamente sutil, se vuelve tolerable, por saturación.
El mundo sigue girando
La tragedia no es sólo que mueren miles. Es que seguimos funcionando como si no murieran. La vida continúa. Las aplicaciones siguen activas. Las reuniones, los algoritmos, las playlists, los trending topics. La sociedad poshumana que se está instalando ya no es cínica porque niega la barbarie, sino porque la integra sin conflicto a la rutina. La obscenidad no está en la violencia, sino en nuestra normalidad intacta.
El humanismo occidental, ese que pretendía fundar una ética universal desde la razón y la empatía, se desvanece. No es asediado por un enemigo externo, sino que se camufla entre eufemismos, comunicados diplomáticos y justificaciones jurídicas. Gaza no es sólo el cementerio de decenas de miles, sino el mausoleo de esas convicciones morales.
Y si aún queda un resto de honestidad, debemos admitir que no se trata de “salvar” a Gaza, porque ya forma parte de la historia de lo imperdonable. Se trata, acaso, de salvarnos del cinismo, de romper la inercia que nos permite convivir con la barbarie como si fuera un hecho natural. Adorno sostenía que la cultura genuina no puede florecer en una sociedad que tolera la barbarie. Hoy, lo único verdaderamente imperdonable no es la violencia, sino que hayamos aprendido a vivir con ella sin que nos detenga.
Lo insoportable de Gaza no es sólo lo que pasa, es que seguimos como si no pasara. Entonces lo único imperdonable hoy no es la violencia, sino la normalidad.
*Profesor de Filosofía y miembro del Observatorio de Prácticas Públicas de la Historia y Filosofía de la UNQ.