El presidente más pobre del mundo y su estoicismo de vivir liviano

Gustavo Demartín comparte un perfil sobre Pepe Mujica: el hombre que “supo recordarnos que la vida es demasiado corta para vivirla de rodillas”.

José Pepe Mujica
Fotografía: Mario Goldman. Créditos: AFP/Télam/dsl.

* Por Gustavo Demartín

José Mujica caminaba despacio por algún rincón del campo uruguayo, donde la tierra huele a mate amargo y a yuyos olvidados, como si el tiempo fuera un viejo compañero de ruta con el que ya no hacía falta correr. Pasó sus días rodeado de un perro manco, algunas gallinas caprichosas y una multitud de libros que no lucían bibliotecas, sino apilados en cualquier mesa. El Pepe, por terco y por humano, se había vuelto parte del paisaje, como esos árboles viejos que nadie plantó, pero que siempre estuvieron ahí. Ahora que falta, cuesta imaginar la llanura sin su sombra; es decir, cuesta pensar que se puede ejercer el poder sin dejarse devorar por él. El Pepe fue una rareza, un hombre que ejerció el poder sabiendo que el poder no sirve de nada si no se usa para aliviar el dolor ajeno.

Desde ese lugar en el mundo advirtió, antes que nadie, que la aceleración sin pausa del capitalismo contemporáneo, nutrido por la hiperconectividad, la vigilancia algorítmica y la producción infinita de deseos e insatisfacciones, estaba generando nuevas configuraciones subjetivas marcadas por la ansiedad, la autoexplotación y la precarización existencial. Asumió, frente a semejante frente de tormenta, una actitud estoica como una forma de resistencia activa, en tanto práctica de autodominio, discernimiento y liberación interior; de modo tal que inventó, o reinventó, una forma de acción política que pretendió, acaso sin buscarlo, subvertir los imperativos de productividad, velocidad y rendimiento que colonizan la subjetividad.

La tradición estoica, fundada por Zenón de Citio y desarrollada por Epicteto, Séneca y Marco Aurelio, propone una ética radical del dominio interior, donde el individuo debe distinguir entre lo que depende de él y lo que no, centrando su energía en el gobierno de sus pasiones, pensamientos y actos virtuosos. Lo externo, como la fortuna, el poder, y el reconocimiento es indiferente. Sostenían al igual que Pepe, que la felicidad no consistía en poseer, sino en renunciar. Como Séneca, aprendió que la pobreza voluntaria es una forma de rebeldía elegante; en palabras del oriental, “No soy pobre, soy sobrio, liviano de equipaje, vivir con lo justo para que las cosas no me roben la libertad”. Como Epicteto, supo que uno no elige lo que le pasa, pero sí el modo de encararlo. Mujica vivió trece años encerrado cautivo como preso político, entre paredes que no dejaban pasar ni el sol. Y ahí, en el fondo de ese pozo, encontró la libertad más genuina, mandando al diablo las ambiciones superfluas y abrazando la austeridad como escudo. Supo decir: “Ser libre es (…) gastar la mayor cantidad de tiempo de nuestra vida en aquello que nos gusta hacer”.

Como Marco Aurelio, en cada palabra retumbaba la advertencia: no seas esclavo de lo que no necesitas. “Cuando compras algo, no lo pagas con plata. Lo pagas con el tiempo de tu vida”, dijo una vez en una conferencia memorable frente a los más poderosos de la Tierra. Y en esa frase cabe todo el estoicismo de la calle que practicó sin pergaminos.

La historia científica lo recordará como presidente, guerrillero, preso, campesino, dirigente popular; pero apuesto todas las fichas a que el tiempo lo ubicará como filósofo. Él, en cambio, prefería definirse como un “viejo testarudo que no aprendió a odiar”. Y quizás ahí, en esa humildad desproporcionada en un mundo de trajes de seda y discursos plagiados de series, habita su enseñanza más honda. Una lección que no aprendió en Harvard ni en Davos, sino en la soledad de una celda o escuchando el viento sobre el campo. Este descentramiento del deseo, que rompe con la lógica posesiva y competitiva, constituye, en el marco del capitalismo actual, una forma de insumisión ética frente al productivismo compulsivo y la mercantilización de toda experiencia.

Éric Sadin denuncia cómo el capitalismo digital ha instaurado un régimen de hiperindividualización tiránica, donde el sujeto es interpelado como consumidor, productor de datos y gestor de sí mismo. La silicolonización del mundo es, para Sadin, una colonización ontológica, donde el yo se vuelve empresa y la vida, una performance interminable. El estoicismo, en esta lectura, podría ser cooptado como un dispositivo más de adaptación silenciosa; sin embargo, transformándolo en praxis militante, Mujica invierte el desprendimiento estoico, que deja de ser una claudicación y se erige como una crítica radical al deseo inducido por las estructuras de poder. Mientras el capitalismo nos promete felicidad a través de la acumulación infinita, el estoicismo enseña la suficiencia, la modestia y la dignidad como formas de resistencia ética frente al espejismo del consumo perpetuo. Desertar, dirá Bifo Berardi.

* Profesor de Filosofía y miembro del Observatorio de Prácticas Públicas de la Historia y Filosofía de la UNQ.

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