Graduada de la UNQ participó en el diseño acústico de la Gran Sala Sinfónica Nacional de la Universidad de Chile

Se llama Andrea Farina y hace magia con precisión: fusiona ciencia y arte en una experiencia sonora que no solo se oye, se vive. Desde Chile, emociona y trasciende.

Emoción compartida: Andrea Farina aportó el conocimiento técnico y la sensibilidad que hicieron vibrar al público. Créditos: Andrea Farina.

En el centro de Santiago de Chile, anoche, Beethoven volvió a la vida. No fue en Viena, ni en Berlín, ni en Boston. Fue en una sala recién nacida, con butacas relucientes, reflectores que parecen ovnis y un sonido que dejó a todos con la boca abierta y los ojos húmedos. ¿El milagro? Se llama acustica. ¿La arquitecta? Andrea Farina. ¿Y el origen? La Universidad Nacional de Quilmes. Sí, leyó bien: Quilmes.

Mientras muchos discuten si las universidades públicas “sirven para algo”, la UNQ acaba de meter un gol de media cancha en el terreno más impensado: el corazón de la música académica chilena. Ayer, en la inauguración oficial de la Gran Sala Sinfónica Nacional de la Universidad de Chile, cada acorde fue una validación científica. Y política. Porque el diseño acústico –esa alquimia entre física, arte y sensibilidad– estuvo a cargo de una doctora formada en estas aulas del conurbano.

Farina no salió en la foto con el presidente ni empuñó una batuta, pero si se prestaba atención, estaba en todas partes: en el rebote exacto del timbal, en la respiración que flotaba entre compases, en ese segundo de silencio después del último acorde que no era vacío, era plenitud.

La previa a la inauguración fue tan quirúrgica como artística. Técnicos colgados a diez metros ajustando luces, ingenieros leyendo pantallas como si fueran electrocardiogramas sonoros. Y Andrea, caminando por la sala como quien puede escuchar lo que aún no existe. Desde la primera prueba con público –una especie de ensayo clínico con músicos en vivo y sensores de todo tipo– hasta la última afinación de un reflector, todo fue una coreografía milimétrica para que anoche sucediera lo que sucedió: que la música no solo se oyera, sino que se sintiera.

“Los espacios donde se hace música funcionan como una extensión de los instrumentos. Una guitarra no suena igual en el living de una casa que en un teatro”, explica Farina en diálogo con la Agencia de Noticias Científicas de la Universidad Nacional de Quilmes. Ella, junto con los ingenieros Gustavo Basso y Rafael Sánchez Quintana, fue responsable del diseño acústico del auditorio.

Diseñar el sonido es, en realidad, diseñar el aire. Decidir qué frecuencia debe rebotar, cuál absorberse, cuánta reverberación es “mucha” y cuánta es precisa para que un cello en pizzicato no se pierda en la nada ni opaque a los violines. Es, en otras palabras, tocar sin tocar. “Una sala es como una guitarra: no suena igual en cualquier lado. El espacio es un instrumento más”, resume la arquitecta, que también da clases de armonía, contrapunto y acústica en universidades argentinas.

Diseñar con el cuerpo

En tiempos donde la palabra “interdisciplinario” se usa hasta para todo, Farina encarna esa idea con precisión quirúrgica. Arquitecta por la UBA, música de formación, doctora en Ciencias Sociales y Humanas por la UNQ, y docente en cátedras tan distintas como Acústica y Morfología Musical. En ella conviven el pentagrama y el plano, la medición milimétrica y la emoción del acorde perfecto.

Su tesis doctoral –publicada por la editorial de la Universidad Nacional de Quilmes– fue el punto de partida. “El doctorado me permitió integrar saberes y aplicarlos específicamente al área de la acústica de salas para música”, dice. Y ese verbo, “aplicar”, cobra una nueva dimensión cuando se escucha cómo suena lo que ella pensó.

La acústica no solo se calcula. Se siente. El rebote justo de un timbal, la vibración que se mete en el esternón, el silencio entre dos notas que parece una pausa divina. Todo eso no se programa en una computadora; se entrena con oído, y con cuerpo.

“La calidad acústica depende tanto de las ondas como de la percepción del sonido. Lo que valida el diseño es la experiencia sonora”, concluye Farina, que anoche no paró de sonreír, como si cada aplauso confirmara que su mapa sonoro había encontrado destino.

Con todo, mientras el coro final de la Novena estallaba en aplausos, muchos creyeron que escuchaban a Beethoven. Y tenían razón, aunque también la estaban escuchando a ella. No lo sabían, tal vez. Pero cada eco perfectamente colocado, cada silencio cargado de sentido, cada sonrisa de un músico que se oía a sí mismo con una nitidez nueva, llevaban su firma.

Invisible, pero inconfundible. Y, con ella, Quilmes sonó.


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