Juegos tradicionales versus juegos digitales: ¿quién gana?
Ambos tienen ventajas, pero solo uno conecta el cuerpo, la mente y las emociones. Cómo encontrar el equilibrio ideal, según una especialista.
Allá por 1984, cuando los walkmans eran alta tecnología y los teléfonos se usaban para hablar, Carolyn Sumners, directora de Astronomía y Educación del Museo de Ciencias Naturales de Houston, lanzó una idea tan simple como provocadora. En un artículo publicado en la revista Technology Review, decía, básicamente, que los juguetes de la infancia podían moldear la vida más que cualquier clase de matemáticas aburrida. Y no lo decía cualquiera: Sumners, dedicada a la astronomía —gente que suele mirar estrellas y no pelotas de goma—, tenía un ejemplo.
Agarró un Slinky —ese muelle que bajaba escaleras con más estilo que la mayoría de los humanos— y lo convirtió en un manual de física en movimiento. “Las ondas longitudinales, como el sonido, y las transversales, como la luz, están ahí, saltando frente a tus ojos”, decía. Un yoyó no era solo para presumir trucos en el patio; era un medidor de fuerzas gravitatorias. Y las bolitas, bueno, eran una lección práctica de masa y velocidad.
Décadas después, Jacqueline Harding, experta en primera infancia de la Universidad de Middlesex, amplió la idea: jugar no solo enseña física, también hace más humanos. Creatividad, empatía, resiliencia. Todo ese barro y arena que alguna vez tragó, no solo lo inmunizó, sino que entrenó su cerebro para tomar decisiones, trabajar en equipo y sobrevivir en un mundo cada vez más complicado.
¿Juguetes que enseñan física?
Podría pensarse que la física está reservada para los libros o esos experimentos que nunca funcionan en la escuela. Pero la verdad es que, de niños, casi sin darse cuenta, se aprende física jugando.
El Slinky, ese muelle famoso, no solo era divertido: era una clase práctica de ondas longitudinales y transversales. El yoyó enseñaba sobre energía cinética, gravedad y fuerzas de tensión. Incluso la pelota, el juguete universal, era una lección viviente de gravedad, acción y reacción, y hasta inercia.
En diálogo con la Agencia de Noticias Científicas de la Universidad Nacional de Quilmes, la psicóloga Miriam Bustamante, miembro del Colegio Estudios Analíticos, lo destaca al hablar de los beneficios de los juguetes tradicionales: “Los juegos tradicionales como Slinky o el yoyó fomentan el desarrollo de habilidades y destrezas que requieren atención y concentración. Manipular estos objetos implica la participación del cuerpo para dominar el juguete. Además, se generan competencias con otros jugadores en un entorno físico, no virtual”.
Según Bustamante, “el entorno digital también requiere atención y concentración; sin embargo, el cuerpo no acompaña las destrezas adquiridas. Lo digital tiende a suspender lo corporal. Por lo tanto, las destrezas desarrolladas son más efectivas cuando hay mayor involucramiento del cuerpo en su adquisición”.
El dilema del joystick
En la era de las pantallas, el tiempo de juego cambió radicalmente. Mientras que los juguetes tradicionales invitan al movimiento y a la interacción cara a cara, las consolas suelen ser experiencias solitarias y pasivas. Harding señala: “El barro, las caídas y las risas no tienen sustituto. En el juego analógico aprendemos a negociar, liderar y aceptar la derrota”.
Bustamante coincide en que el contacto físico es insustituible y debe mantenerse como eje del desarrollo infantil: “Es fundamental para el crecimiento de los niños mantener contacto físico con sus pares. El cuerpo, atravesado por niveles de simbolización, actúa como el primer mediador de los impulsos. Es en el cuerpo donde estos impulsos se canalizan y se traducen en interacción social, ya sea a través de la rivalidad, cooperación o colaboración”.
Sin embargo, esto no significa que los videojuegos sean el villano de la historia. Muchos fomentan el pensamiento estratégico y la resolución rápida de problemas. El verdadero desafío está en equilibrar ambos mundos. Es decir, no hay que elegir entre el joystick y el trompo, sino proveer a los niños de experiencias diversas que les permitan desarrollar una mentalidad adaptable, imprescindible en un futuro incierto.
Además, hay actividades específicas que potencian la expresión emocional y el desarrollo social. “Las actividades más indicadas para la expresión emocional son las artísticas”, explica la especialista. “Dibujo, música, teatro, cerámica y plastilina. También los juegos de lenguaje, como adivinanzas, contar historias, trabalenguas, y otros relacionados con las palabras. Todas, en un entorno grupal, favorecen el crecimiento, ya que posibilitan establecer vínculos y expresar emociones a través del cuerpo”.
Con todo, ¿cuál sería la solución más simple? Dejar que jueguen. Con barro, con pantallas, con lo que los haga felices. Porque el verdadero aprendizaje no está en los juguetes, sino en la libertad de descubrir.