Carta abierta de una médica en el Día Internacional de la profesión
En este artículo, la psiquiatra Juana Brady revela escenas y sensaciones íntimas. “Mi mejor labor puede incluso ser acompañar a morir”, confiesa e invita a pensar.
Me recibí hace diez años. Mi vieja se acuerda porque al otro día nombraron Papa a Bergoglio. Desde entonces espero el 3 de diciembre más que mi propio cumpleaños. Recibo saludos de mis colegas y de mis pacientes. A veces lo mencionan en la radio y se oye a la gente pronunciar loas sobre nuestra tarea. Yo suelo pensar en el Juramento que hice y que me une a millones de mi clan desde hace cerca de dos milenios. Repaso cada ítem. Me detengo en recuerdos de los conocimientos que recibí de mis maestros con amor. Me gusta mirar la foto que me sacó mi papá ese día. Era tanto más joven y en la piel me lucían los sueños, me brillaba la esperanza.
No pasó tanto y sin embargo siento que ya no tengo ese dorado de ilusión. Que se me fue pretendiendo espantar a la muerte. Ésa que por las noches se sienta en mi cama y me tira de los pies. Cada tanto me reconozco en la sonrisa de algún colega y en esa postura casi calcada del residente de primer año. El ambo arrugado colgado de una percha esquelética que intenta ser erguida pero que de firme sólo tiene unas piernas tensas y un capitel de hombros agobiados, aferrados a un cuaderno de notas ilegibles. Les perdono el exceso de entusiasmo y hasta se los pido prestado para que otro día me encuentre ligera y risueña de nuevo, porque esos años que dejé, hoy me vuelven en la gratitud alegre de alguien que se sintió ayudado por mí.
Mi profesión me atraviesa como una daga en forma transversal. Y coronal. Y sagital. Siento la presión de su empuñadura en mi abdomen y tengo la perversa fantasía de que, si este dolor no hiciera fuerza sobre mí, no sentiría nada. Vivo mi vocación con dramatismo y con absurdo desparpajo. Si así no fuera carecería de los requisitos de una vocación que se precie.
Burlar lo ominoso y lo innombrable, enterrar mis botas en sangre y barro, se me hace tan erótico como mortífero.
Cada tanto la escucha es interrumpida por intervalos de recuerdos. Mi madre leyéndome Blancanieves. Pienso en cuánto he necesitado y necesito mirarme al espejo y pedirle que me confirme si aún sigo siendo lo máximo en el reino. Y éste me responde: “Tú mi reina en mi feudo de dolor lo eres, pero por fuera del mundo de las prepagas lo son mucho más los oficinistas que no responden mensajes después de las 18 hs ni mucho menos los feriados. Y ni hablar de los bancarios que tienen ajustes por paritarias frecuentes y vacaciones pagas”. Salgo de mis cavilaciones con un asentimiento, no sé si rítmico o intuitivo. Según el mito, a todo esto el paciente ha pronunciado ya once palabras. Y aunque el lector crea que durante éstas solo he repasado la lista de la compra, soy perfectamente capaz de sentir en mi propio cuerpo los tormentos y vergüenzas que ese otro ser humano revela frente a mí.
Me voy del consultorio llevando conmigo algún dolor físico que al llegar no tenía. Voy con la mirada gacha. No sé si no me quiero encontrar con la miseria del mundo o si en realidad quiero negar que hay otro mundo ahí afuera, donde la gente es feliz. Sólo porque puede, y por joder. Y por fastidiar la perversión arbitraria del hombre ilustrado. Sufrir no es un privilegio de los instruidos y sin embargo es discutido por los cultos y es materia de estudio en los claustros académicos.
Nos mueve el recuerdo del dolor o el deseo de importancia, el atravesamiento de un trauma a gatas; o tan solo nos tocó “una varita mágica” al nacer. Lo mismo da. Los médicos vamos por ahí echando mano a nuestro lenguaje técnico, restándonos del lego con la pretensión de que eso profiera algún alivio. Y a menudo, aunque usted no lo crea, lo da. De lo mítico a lo mágico, y con referencias en nuestra literatura a lo mitológico. Tenemos nuestra propia tabla de posiciones del Olimpo de las que renegamos, y aun así… Aun así…
Muchas veces no sé con quién enojarme. Por momentos creo que todo es causa de la injusta materia con que está hecho el mundo. Otras veces pienso que a cada quien le toca experimentar su propio karma y me florece un optimismo propio de un realismo mágico y me convenzo que quizás mi mejor labor puede incluso ser acompañar a morir.
Querer hacer vivir a un moribundo es una tarea ciertamente frustrante. No poco desprovista de soberbia. Sin dudas acompañar a crecer, asustar los fantasmas, quitar los cercos para que el patio de juegos sea cercano al infinito, es mucho más gratificante. Le confieso algo: a veces creo que mi única tarea aquí es morir de a pedacitos para dar vida a sueños e ilusiones nuevas, cíclicas, iterativas. Tal vez sólo de eso se trate todo esto.