Siempre más, todo el tiempo: ¿cómo opera la cultura del consumo que inocula necesidades sin parar?

En este artículo, Rafael Bitrán* identifica los principales rasgos de la época. Adrenalina y felicidad, seguida de ansiedad y frustración.

Créditos: Punto Trade.
Créditos: Punto Trade.

La calle, el aula y el baño de un colegio son mundos, sin duda, muy diferentes. No obstante, la esencia de nuestra sociedad discurre por ellos de igual manera.

El fin de semana, mientras trataba de escapar del flujo alienante urbano, tuve la fortuna de topar mi existencia con uno de los afiches publicitarios callejeros más sintomáticos que he visto en los últimos años. Intentando un juego ingenioso contra su competidora, Pepsi Cola disparaba, para quienes gustaran saborear filosofía burbujeante, un estimulante lema: “Sí, a que nos gusten más cosas todo el tiempo”.  

La fotografía de la sociedad consumista postmoderna no podría condensarse mejor que en ese genial slogan. El flujo “líquido” de la necesidad constante de apropiarse; la ansiedad como adrenalina que dispara el consumo continuo y sin pausas; el deseo permanente y su contracara necesaria, la frustración a la vuelta de la esquina. Eso sí, todo en nombre del “gusto”, atajo indescifrable hacia los bienes más preciados: el éxtasis y la felicidad. No en vano, día a día, la publicidad gráfica y televisiva nos invita a asociar la adquisición de sus productos con seres humanos bailando en las más variadas contorsiones artísticas y risas/muecas cargadas de falsedad.

Una clase de ejemplo

Llegó el lunes; y mis recorridas por las aulas. Para hablar de Historia, de Ética Ciudadana. Cientos de estudiantes con quienes cruzamos permanentemente nuestras existencias. Adolescentes que esperan por otra asignatura. Para aprobarla (sin duda, eso primero) pero, quizá, para “algo” más. Tal vez algo diferente en qué pensar, hablar, debatir o aburrirse.

Esos días, el tema era la sociedad incaica antes de ser sometida por los conquistadores europeos. Hablamos de cómo sus integrantes (menos la nobleza, claro) dejaban de utilizar su indumentaria solamente cuando era obsoleta por el uso o el talle. Las prendas, no se compraban ni se vendían. Era la negación misma del concepto de mercancía. Plantear la relación con la actualidad, por ejemplo, con “más cosas, todo el tiempo”, fue solo cuestión de segundos.

El debate resultó muy interesante. Desde el sentido común mis alumnitos/as, mayoritariamente, plantearon su empatía con la publicidad. Posicionados/as en una situación social acomodada, argumentaron, con lógica: qué mejor que me gusten “más cosas”, qué más extraordinario que eso me pase “todo el tiempo”, qué más placentero que estar adquiriendo bienes de manera permanente.

Concluidas sus exposiciones, pudieron plantearse algunos interrogantes acerca de la “felicidad del consumo”. Al menos dos alumnos, intentaron plasmar un corrimiento del velo a la mistificación del mercado. Con sus intervenciones, aliviaron algo mi depresión. Por fortuna, sonó el timbre. Estaba triste por lo escuchado.

Llegué apurado al baño escolar de casi siempre. La situación no podía ser más reveladora. Dos alumnos (14/16 años) jugaban al truco de manera virtual con sus celulares. El más alto, ingresó a uno de los cuartos individuales. Eso no fue obstáculo para que el juego continuara. Además, me permitió escuchar mejor sus diálogos (entrecortados por sonidos propios del lugar, pero no por la puerta cerrada). En segundos, la escena cobró su sentido completamente: no sólo estaban truqueando virtualmente, eran compañeros de equipo y se estaban enfrentando a una máquina contra, la cual, aún siendo menores de edad, acababan de apostar una interesante suma de dinero.

Cada vez más perfecto

Y sí: “todo el tiempo”, “más cosas”. El sistema cada vez controla y se perfecciona más. Ya desde los inicios del capitalismo, uno de los objetivos centrales para aumentar la productividad (y, con ella, la plusvalía) fue -y es-, eliminar los poros improductivos en los espacios de la producción. Desde hace varias décadas, la tecnología digital está logrando reducir al máximo los “tiempos muertos”. Pero ahora, ya no solo en la fábrica, la oficina o la casa. En esta época postmoderna, otra conquista del capital ha sido expandir al máximo el espacio del consumo. Somos consumidores, en potencia, casi todo el tiempo. Incluso, en la intimidad de un baño, o donde sea. Por las dudas, un afiche nos dice que casi nada puede ser mejor que eso. Sin embargo, la publicidad no nos interpela solo con lo que explicita. Nos remite a mucho más que ello. Hablemos de la frustración.

Frustración potencial, incluso para muchos/as de quienes tienen poder económico. Ellos y ellas corriendo “todo” el “tiempo” por “más” bienes y servicios. La necesidad de competir y mantener el estatus otorgado por la posesión. Una carrera que no tiene nunca un verdadero “fin”. Alcanzar los objetos deseados puede terminar siendo la negación inmediata (o casi) a ese nueva y ya perimida obsesión material. Negación que, rápidamente, hace parir un nuevo deseo. Un laberinto existencial borgiano del consumo. Nada que los millones de ansiolíticos que se ingieren anualmente en el mundo, no logren apaciguar. Solo por momentos, claro; y sin frenar la maratón consumista (de fármacos, en este caso). La riqueza tiene muchos, demasiados beneficios. Creo que es muy cínico dudarlo. Sin embargo, tiene varias caras. Alguna de ellas puede ser un camino putrefacto e infinitamente cruel.

¿Quiénes dicen, equivocadamente, que el capitalismo nunca socializa y, por eso, viven despotricando contra nuestro sistema de oferta permanente de bienestar? No es verdad que el mercado nunca socialice. La idea del consumismo (y, con ella, la frustración implícita) es un “bien” que, muy por el contrario, puede y debe ser socializado para que siga rodando la magia del sistema. Eso sí, maquillada y arreglada como para salir un sábado por la noche. En primer lugar, presentando las infinitas posibilidades de consumir “más de todo” y “todo el tiempo”. Promesas que, muchas veces, se hacen realidad para millones de individuos. En segundo término, por un sentido común que, día a día se va imponiendo: quienes “fracasan” y no obtienen las mieles del paraíso, no consiguen el objetivo por su incapacidad y/o pereza. Por no ser lo suficientemente hábiles e inteligentes para no descarrilar en esta carrera infernal y suicida. En definitiva, dueñas/os y “culpables” de su propia frustración.

Un tren que para en todas las estaciones

Son justamente los sectores empobrecidos y explotados los principales destinatarios de esta socialización de la idea del consumo permanente como tren expreso a la felicidad. Aquellos sectores más vulnerables, aun los que casi no tienen medios para disfrutar que “todo el tiempo” le “gusten más cosas”, no solo tienen que luchar –durante toda su existencia- para poder siquiera subsistir y alcanzar los bienes básicos. Además, deben convivir y consustanciarse con una filosofía de vida en donde, el “no tener” (especialmente aquello que en contadas ocasiones pueden adquirir) es “no ser”.

Para ellos/as, la frustración de no ser, de no poder, de no pertenecer, también es permanente. Siempre, siempre en lo posible, desear “más, todo el tiempo”, termina siendo un mandato incorporado. Si no tienen más, es culpa de ellos/as. No poseen el suficiente carácter emprendedor para encarar las dificultades y obstáculos de la existencia. Más aun, habiendo tantos libros, redes y templos a su alcance, donde podrían aprenderlo en pocos días. La consigna dominante no es cambiar el sistema, sino “capacitarse” (hoy día, incluso virtualmente) para poder compartir, con mucha suerte, algunas migajas que caen de la mesa del banquete del Dios Mercado.

¿En qué habrán pensado los que armaron la publicidad de Pepsi? No creo que sea importante la respuesta. Lo trascendente es la transparencia de su mensaje para vernos reflejados a nosotros y nosotras mismas. Fuese en la calle, en el aula o en un baño escolar. Donde sea, todo el tiempo. Pero la publicidad no puede, pese a su poder de sugestión y masividad, inocular siempre mecánicamente sus mensajes. Los sujetos no somos, en todas las ocasiones, meros entes pasivos. El velo puede y debe correrse. Aun cuando con ello, nos encontremos con la grotesca desnudez decadente de nuestra forma de vida.

*Rafael Bitrán es profesor de historia y escritor.


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