42 k: un enfoque científico (y no tanto) sobre los maratones (Parte I)

En este artículo, el psiquiatra Federico Pavlovsky comparte sus pensamientos más introspectivos a días de correr una nueva carrera.

Detalle de pies de maratonistas
Imagen promocional de la 11ª Marcha Consejo – Créditos: consejo.org.ar

Por Federico Pavlovsky

Escribo estas líneas en los días previos a correr mi décimo maratón -aquel que otorga el inexistente título de “maratonista”-  y que se desarrollará en la ciudad de Mar del Plata el 24 de abril del 2022. Vuelvo a las pruebas de distancia, luego de la pandemia donde subí 10 kg, que logré perder con mucho esfuerzo el último semestre. Corro desde chico, pero hice la experiencia del maratón en 2013 y cambió mi vida, porque encontré un sentido para entrenar y una dosis de gratificación que no había encontrado en ninguna otra actividad. Correr es una conducta ancestral, de huida, de juego, de disfrute, que solemos olvidar en la adultez. Mar del Plata (4), Rosario (2), Buenos Aires (2) y Puerto Madryn (1) fueron las carreras que logré terminar. En el maratón de 42 k terminar es un éxito en sí mismo. Estas carreras tienen un punto singular: permiten que corredores amateurs puedan compartir el mismo escenario con atletas de élite y superestrellas. Creo que no ocurre en ningún otro deporte. En oposición a esta impronta democrática, las carreras de maratón recién aceptaron la participación de mujeres en 1972, un ejemplo de la segregación que han sufrido en todos los ámbitos.

En el maratón, el entrenamiento sistemático lo es todo. Durante meses nos dedicamos a realizar un plan específico de trabajo; en mi caso (y en el de muchos) guiado por un entrenador. Varias semanas de “carga” donde se suman 50 a 60 km por semana, sesiones de velocidad, subida de cuestas y algo de gimnasio. El entrenador es una figura notable, porque con el tiempo se construye un vínculo personal. Guillermo Sohm, profesor de actividad física, maratonista y ultra maratonista, me ha guiado en todas las carreras en los últimos siete años. Sus consejos son simples y efectivos: sumar los km semanales, hidratarse en la carrera, estirar, correr erguido, fortalecer los músculos con pesas, descansar, comer saludablemente, poco o nada de alcohol y seguir corriendo.

Con él aprendí conceptos que siempre extrapolo a mi vida: primero, considerar la hidratación como un hecho central en la carrera y tomar agua en todas las postas de hidratación con o sin sed. La sed, como fenómeno, es un aviso tardío del cerebro cuando tu cuerpo está por implosionar. El sudor es extraído de tu cuerpo con tanta velocidad que podés estar peligrosamente deshidratado antes de que se entere tu garganta. Nos hidratamos mal posiblemente todos los días, pero en el maratón no existe ese margen. Vi a corredores desmayarse sin aviso, o caer con calambres por no tomar el líquido necesario y eso para “ahorrar tiempo”, o porque “no tenían sed”.

Maratón 42 K | Jugando, pero en serio

El segundo consejo se refiere a los dolores: cuando empezás a correr y sumar distancias aparecen una serie de molestias más o menos intensas en el tendón de Aquiles, el tobillo, los dedos del pie, e incluso una sensación de quemazón a lo largo de la planta del pie que recibe el nombre técnico de fascitis plantar y puede ser una pesadilla. Consulté a varios médicos traumatólogos y la respuesta fue más o menos la misma: el cuerpo no está preparado para correr esas distancias, hacé otra cosa. Pero Sohm me incitó a seguir corriendo. A correr con dolor.

Correr con dolor

Aprendí que la inmensa mayoría de los dolores que aparecen en los primeros tiempos no se van con analgésicos ni mantas calientes ni cannabis en crema; simplemente desaparecen si uno continúa corriendo. En mi caso, médico psiquiatra, son tareas que desarrollo al final del día o muy temprano, y en ocasiones, la dedicación al “entrenamiento” afecta mi dinámica personal y familiar. El entrenamiento pasa a ser una prioridad y es una decisión no del todo fácil de explicar a los demás. Para colmo, la alimentación, las horas de descanso, la carrera como tema predominante, el calzado, los tiempos, las lesiones, pasan a ser los asuntos más importantes del día a día por un periodo de tiempo prolongado. Se desarrolla un mecanismo de ritualización y un abanico de pensamientos circulares y obsesivos. Nos volvemos imposibles.

A veces estoy en el consultorio pensando a qué hora voy a correr y cuantos km me corresponden, si tomé los dos litros de agua o si debo hacer “pasadas” (secuencias de aceleración, que no me agradan en particular). Repaso la grilla semanal de entrenamiento entre pacientes y entreno abdominales o estiro antes de una nueva consulta. Mis compañeros de trabajo saben que me torno monotemático y me padecen. En ocasiones intentan mostrar algún interés por solidaridad, con alguna pregunta general o una frase del estilo “¡ya se viene la carrera!”.

Se entrena para un maratón con el calor imposible de enero, con grados bajo cero y también con lluvia. De hecho, en contra del sentido común, es muy lindo correr distancias bajo la lluvia. Hay una semiología del corredor de distancia. Hay corredores que resoplan y parecen ahogados, algunos persiguen a otros como presas para sobrepasarlos, algunos corren excedidos de peso y otros con una delgadez que asusta. También hay corredores que entrenan y piensan en comida al mismo tiempo, como me pasa a mí. Existen corredores desgarbados y otros que se desplazan con sensualidad, como si no realizaran ningún esfuerzo. Se corre motivado, sin ganas, triste, pesado, de buen ánimo, en duelo o aburrido. A veces los kilómetros modifican, y por lo general mejoran el estado de ánimo previo. Esos personajes que salen a correr un día imposible, antinatural para entrenar al aire libre, están preparando una carrera.

La misma tribu

Si bien algunos entrenan en grupos, en mi caso es una tarea solitaria. A veces me cruzo con alguien en la misma situación y tardamos un segundo en reconocernos como miembros de la misma tribu urbana. Entre los corredores de fondo hay una suerte de entendimiento en donde no hacen falta palabras. Existe un semblante típico entre los que corren largas distancias, una actitud como si estuviesen pensando en algo importante. En mi caso, la expresión es de sufrimiento solemne. En el mundo de las largas distancias, hay clubes de corredores, grupos secretos, grupos de running y hasta una secta que practica carreras de alta montaña y fiestas sexuales con la misma intensidad. No la conozco.

Hay figuras de culto como Emil Zátopek, el corredor checo, desgarbado y calvo, que batió múltiples records del mundo y olímpicos y al cual, Jean Echenoz le dedico su novela, “Correr” (2008). Estudioso de personajes solitarios y curiosos que avanzaron con frenesí individual, pocos años después, Echenoz escribió una novela imperdible sobre Nikola Tesla, “Relámpagos” (2012).  Zátopek no solo corría más fuerte, era un maestro de la táctica: administraba su energía y estudiaba a sus rivales. Desarrolló una técnica para descansar su cuerpo mientras aceleraba y cerraba las carreras como un rayo violento. Su historial de carreras fue 69/0, hasta que la invasión soviética a Praga en 1968 puso fin a su carrera atlética.

También existe una raza de corredores de montaña mexicanos, los Tarahumaras (gente que corre) que baten todos los tiempos y distancias imaginables, pero en forma oculta y ajenos a las competencias oficiales. Es una historia fantástica relatada en el texto “Nacidos para correr” de Cristopher McDougall (2011). El músico Jorge Drexler le rinde un homenaje a esta tribu en su tema “Movimiento” y en particular a la corredora Lorena Martínez, que ganó la ultra maratón (100 km) a los 22 años, en esas montañas. Los Tarahumaras corren con sandalias, muy alejados de la mercadotecnia de las grandes marcas de ropa deportiva. Incluso existe un movimiento mundial de maratonistas que reivindican correr descalzos. Obtienen buenas marcas de tiempo y menos lesiones. Existe un ejemplo histórico: el maratonista etíope Abebe Bikila, que ganó la medalla olímpica en Tokyo 1964. En una de las carreras me crucé con un hombre corriendo descalzo y pensé, como psiquiatra, que posiblemente estaba profundamente trastornado, pero el cansancio de ese momento me alejó de mi reflexión diagnóstica. Años después, pienso en mi diagnóstico erróneo, a las corridas, y me parece un buen ejemplo de cómo podemos catalogar como anormal aquello que simplemente no conocemos.

Curiosidades y accidentes

Mi entrenamiento para esta carrera se encuentra atravesado por algunas curiosidades y accidentes. Por razones familiares, mi plan de trabajo se inició en las cercanías de Paso de los Libres (Corrientes) en enero, en los mismos días que comenzó un histórico incendio en el contexto de una gran sequía, y que arrasó casi con un millón de hectáreas. Recuerdo correr por caminos de tierra, entre carpinchos, yacarés, vacas y serpientes, mientras del suelo brotaba humo y se advertían a cien metros lenguas de fuego en los árboles y en las banquinas de la ruta nacional 14. Un gendarme me miró extrañado cuando pasé corriendo por el puesto de control. Sentí un poco del “egoísmo del corredor”, que sale a entrenar en cualquier contexto. La catástrofe comenzó en enero, pero se tardó semanas en advertir la dimensión de la gravedad y actuar en una forma coordinada y asertiva. Fue en ese contexto surrealista que sumé mis primeros tramos de 10 y 20 km en la preparación de la carrera.

Pocas semanas después, el derrotero personal y atlético continuó en la curiosa localidad balnearia de Mar del Sud, ejemplo de un pueblo detenido en el tiempo y que no se parece a nada. La avenida principal, las ruinas del Hotel Boulevard Atlántico, los médanos, la virgen, las playas acantiladas. Mar del Sud fue fundado en 1888 y un año después se inauguraba el hotel, que sería un destino de lujo, alternativo a Mar del Plata. Pero el tren proyectado nunca llegó y el hotel perdió, antes de empezar, la clientela que había justificado su construcción.

Muy lejos de estas playas, en la Rusia zarista, se estaba desarrollando una profundización de la persecución y masacre de judíos, que motivó una respuesta internacional de solidaridad, y en particular del Barón Mauricio de Hirsch, quien financió como filántropo la llegada de 800 judíos rusos en el vapor “Pampa”. Familias enteras con niños y abuelos tuvieron que emigrar por tierra a Constantinopla y luego padecer un viaje transatlántico accidentado que arribó a Buenos Aires el 15 de diciembre de 1891. Este grupo de refugiados se alojó inicialmente en el Hotel de Inmigrantes, pero resultó una trampa para ellos: existían rumores de persecución, trata de blancas y no se respetaban sus tradiciones. Para favorecer su descanso y mantenerlos a salvo, los “pampistas” fueron trasladados al Hotel Boulevard Atlántico en enero de 1892. Un viaje de dos días: tren hasta Mar del Plata y luego una caravana de sesenta carretas hasta el hotel. Pero la tranquilidad tampoco llegó en los días iniciales; primero una tormenta que destruyó parte del hotel, y luego una epidemia de tifus en la que murieron decenas de niños. Nuevos dolores que se sumaron a las desgracias previas.

Concluido el verano, el grupo fue trasladado a la provincia de Entre Ríos y Santa Fe, a tierras adquiridas por el Barón Hirsh, inaugurando una de las inmigraciones más conocidas en el país que popularmente se conoció como la de “los gauchos judíos”. Parte del entrenamiento para la maratón transcurrió por esas calles, cerca de ese mar, de los médanos. Pasé decenas de veces frente a las ruinas del hotel, que aún hoy producen fascinación y al mismo tiempo, pena. La fachada, pintada de blanco es una cáscara de un baldío, donde no hay techos ni ninguna otra estructura. Un hotel, de importancia histórica, abandonado, cubierto de vegetación, arena, pero que aún permanece de pie.


* Psiquiatra.

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