Alpinismo: cuando entrenar el cuerpo también es entrenar la paciencia

En este artículo, el psiquiatra Federico Pavlovsky narra la preparación de Ignacio Montesinos, uno de los escaladores argentinos con más experiencia.

Imagen de difusión del documental "Los 14 ochomil: No hay nada imposible"
Imagen de difusión del documental “Los 14 ochomil: No hay nada imposible”. Créditos: Netflix

Por Federico Pavlovsky

Tuve la suerte de participar en la preparación del andinista Ignacio Montesinos, que hizo cumbre en el Everest, en 2019. En esa temporada compartió montaña con el nepalí Nimsdai Purja, que en siete meses coronó los 14 picos de ocho mil metros, hazaña que devino en un documental imperdible (Los 14 ochomil: No hay nada imposible, 2021). Acostumbrado a realizar alpinismo en forma solitaria, y siendo autodidacta, tuvo que ejercitar su capacidad para trabajar en equipo. Comenzó a entrenar en grupo y con un entrenador, y fue en ese ámbito, por primera vez en su vida, donde encontró personas que se tomaron en serio el proyecto y no le dijeron “estás loco”, ya que esa era la respuesta habitual. Residente en una ciudad alejada de montañas, se vio obligado a diseñar una escenografía para los siguientes 36 meses.

Planificó junto con su entrenador “el entrenamiento más aburrido y sistemático que podía llegar a realizar”. Todos los días a las 5 de la mañana, con una mochila de 20 kg, subía y bajaba puentes por horas, corría en grupo, hacia pesas, subía cientos de escalones. Entrenaba el cuerpo, pero también la paciencia, acostumbrando a la mente a ir más allá de las ganas. Como él mismo dice: “me entrenaba para la abstracción”.  El plan, si todo fluía, consistía en vivir al menos noventa días en condiciones climáticas extremas, donde atarse los cordones, te quita la respiración; donde un paso en falso es el final, o donde simplemente, el corazón puede dejar de latir sin aviso. No había entrenamiento de más.

El Everest es tan glamoroso como letal, desde accidentes en el ascenso y, sobretodo, en el descenso, con súbitas avalanchas, y la “zona de la muerte” entre el último campamento y la cima -donde no hay condiciones de vida-, hasta el temido “mal de altura”: un cuadro de congestión pulmonar y cerebral potencialmente mortal, debido a la altitud. Desde la primera ascensión exitosa, se ha cobrado cientos de vidas, y en muchos casos, los cuerpos aún están en la montaña con sus equipos de nieve fluorescentes e intactos. 

La altura además altera la capacidad para pensar lógicamente, “ahueca” la mente y provoca, por ejemplo, que experimentados alpinistas tomen decisiones catastróficas. Se instala un letargo, una tendencia al sueño, un extraño desinterés, incluso por la propia sobrevivencia. La altura agota las extremidades, pero sobretodo el cerebro.

En la crónica periodística de la primera expedición exitosa, Jan Morris detalla: “La altitud borra los limites mentales, envolviendo la experiencia en una uniformidad gris y congestiva. La capacidad para discernir la distancia y el peligro queda alterada, pero también los valores estéticos y los niveles básicos de disfrute y desagrado”. El riesgo es tal, que es necesario firmar un cuestionario antes de viajar para indicar el destino del cuerpo en caso de fallecer. Las opciones eran algo así como: a) dejarlo en su lugar, b) bajarlo en helicóptero, si la altura lo permite, c) ser arrojado con honores a una grieta.

Durante los tres años de entrenamiento, Montesinos revela que fue una lucha constante, dudas, amenazas de detener el proyecto, y consejos bien intencionados recomendándole que dedique su energía a tareas “más amables”.  Pero una fuerza novedosa, el compromiso con sus compañeros de entrenamiento, inclinó la balanza a continuar. Actualmente Montesinos es uno de los 26 escaladores argentinos, en la historia, que lo lograron.


* Psiquiatra.

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